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El rostro

Gustavo a sus cincuenta años llega en un bote a una isla sobre el río Paraná. Se dirige a un sitio donde hubo una casa o tal vez un caserío. Pequeños signos de algo viejo y perdido: su lugar natal. La presencia del hombre permite que se corporicen las cosas en el lugar abandonado: ranchos y mesas, animales y canoas. Construye, por volver habitar nada más, el espacio para el reencuentro. Pronto llegan otros a la isla: espacio, luz, belleza última; se derrama el tiempo. Es el reencuentro, fundamentalmente, con su padre muerto, al que no ve desde los cuatro años y del que no recuerda el rostro. Es el reencuentro de Gustavo con sus seres queridos. Con sus muertos y con sus pájaros, con la música del río y con sus dolores.
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